Lara de Tucci | No creo que sea nada descabellado poner en duda los logros -si es que los ha habido alguna vez- alcanzados por la llamada Teología de la Liberación. Pues en Iberoamérica, donde nació esta corriente cristiana allá por 1972, hace ya cuarenta años, como, por desgracia, en otras partes del mundo, incluso en el mundo occidental, las desigualdades sociales y las injusticias no sólo han permanecido inalterables en su malévolo estancamiento, sino que, para mayores desgracias de los desheredados, se han agrandado con asombro o sin asombro de quienes todavía creen a pie juntillas en una teoría que, desde el principio, han dado en llamar la de “una Iglesia comprometida con los más oprimidos”.
Porque un fracaso así -poco se oye ya por ahí acerca de dicha Teología- puede crear asombro. Asombro e, incluso, rabia. Hasta el punto de que bastantes de los seguidores de la corriente, de fieles confiados en ella, han llegado a provocar enfrentamientos con Autoridades y sistemas de Gobierno que desde luego sí se han merecido las críticas por sus gestiones injustas y se han merecido igualmente las oposiciones más enérgicas por observar conductas de inhumano talante. Pero eso sí, tienen que ser críticas y oposiciones desde actitudes condicionadas por la rectitud y la moral evangélica.
Pues el fomento del mensaje de la Buena Nueva no tiene que crear divisiones ni promover desencuentros y desavenencias entre los hombres. Ya que entonces no se conseguirá precisamente lo pretendido por mucha buena voluntad que se ponga en el empeño. Empeño que es el de la implantación armónica de unos derechos humanos garantizados para todas las gentes. Como también lograr que quienes pisotean impunemente esos derechos terminen reconociéndolos y respetándolos en beneficio de una paz sin fisuras entre los pueblos.
Hay que hacer saber, no obstante, que la Teología de la Liberación incluso tiene sus mártires reconocidos por la Iglesia. Aunque los que han derramado su sangre en defensa de los derechos sociales de los pobres no fueron los que destacaron en esas luchas de clases cuyos éxitos, como digo al principio, aún están por ver.
Y es que la consecución de las igualdades sociales, como igualmente la Liberación -así, con mayúscula- de los que se hallan oprimidos en cualquier país por las “garras” inmisericordes de los opresores no pasan necesariamente por los caminos que se recorren suscitando conflictos; sino por las sendas donde la marcha conjunta de los hombres se aborde con la idea de conseguir que los ojos de los mismos tiranos sean capaces de captar la Luz del Evangelio y pongan en práctica todas las virtudes que esa Luz descubre para que sean directrices concretas que animen los nobles comportamientos que toda persona ha de tener para alcanzar la meta -tarea que ya se hace apremiante- de un mundo mejor; de un mundo más humano.
En mi opinión, los compromisos puestos en práctica por la Teología de la Liberación en favor de los más vulnerables
socialmente hablando no han impedido que, en los países donde actúa esta corriente, se multipliquen los traficantes de armas, los narcotraficantes y los latifundistas sin escrúpulos, y que cada vez saquen más pecho los que se lucran con el trabajo de los niños y con la trata de blancas… y de negras.
Y no sólo ha ido increscendo el número de estas gentes desalmadas. Pues además, otras nuevas formas de depravación moral están anidando en los corazones de piedra de algunos para desgracia de los más humildes e indefensos. Como son, por citar un par de ellas, la pederastia y la habilitación de paraísos del sexo en países del Tercer Mundo; de cuyos abusos, los afectados son también los más indefensos, al constituir éstos los objetivos principales de los malvados.
Se me dirá que tampoco la fiel predicación evangélica, dejando ahora a un lado la teoría de la Teología de la Liberación, ha conseguido las finalidades soñadas en más de dos mil años de tarea apostólica. Es verdad: no lo ha conseguido plenamente aún. Pero a esto contesto yo que el éxito (que desde luego será un éxito al final: “las puertas del infierno no prevalecerán sobre Ella”) o los fracasos temporales de la doctrina de la Iglesia depende de todos los cristianos. Aunque sin que nadie interfiera sus postulados de fraternidad con mensajes que los adulteran de alguna manera.